Los días pasan lentos en mi habitación, mi templo dorado,
mi máquina del tiempo. Allí los paso tumbado, arropado con el suave tacto de
mis pensamientos, recreando momentos, lugares, sonrisas, dejándome llevar por
el recuerdo hasta cada lugar que he visitado, volviendo a recorrer cada centímetro
de tu piel con mis ojos, volviendo a sentir su calidez entre mis dedos. Dirijo
mis dedos a mis labios, indagando en cada detalle, en cada impulso eléctrico que
los recorre cuando son rozados por los tuyos, sintiendo de nuevo ese calor que
poco a poco deshilacha el caparazón de mi cordura.
Viajo allí donde nada puede detenerme, donde no hay ley
ni orden, donde todo es simple y perfecto. Allí quedo cada día contigo para
observarte sin que me veas, para besarte sin que me detengas, para amarte sin
que el destino nos juzgue. Allí te veo sonreír, te veo feliz y me siento único.
Allí te entrego mis “te quieros” y mis sentimientos son libres del opresor que
los retiene y los encierra muy adentro. Allí permanezco, a tu lado, hasta que
las luces se apagan y el telón se abre para dar paso a la función.
Cuando el telón está abierto es cuando se demuestra la
verdadera fuerza, pues la función dura horas y horas, días y días, incluso
semanas. Durante ese tiempo, se pone a prueba el temple y se muestra si la espera
acaba colmando el vaso de la paciencia o si el control ejerce su poder sobre
todo lo demás. Me gusta sentirme impaciente, me hace sentir bien adentro el
deseo que mis ojos tienen de verte. Me gusta alcanzar ese límite en el que mi
corazón palpita con fuerza, me hace sentirme vivo y me demuestra la fuerza que
hay en él.
El peor momento es ese en el que recuerdas que el destino
abre muchas puertas y sabes que en algunas de ellas solo hay desierto. Te hace
pensar que el amor es un simple juego de azar, donde hay que arriesgar hasta el
último aliento por aquello que más deseas. Pero ¿sabes? No me importa.
Atravesare esa puerta y daré lo mejor que hay de mí y aprenderé a vivir en el
lugar que me toque, aunque no sea el que busque.
Lo bueno que tiene una función, es que siempre acaba y no
importa lo buena o mala que haya sido, pues cada final dará comienzo a un nuevo
principio. Y, ¡hey!, ¿sabes lo bueno que tienen los principios? Que contienen
esa chispa que hace que haber esperado, merezca la pena.
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